Tiendo a soñar despierto, a veces sueño que regreso a mi niñez, una niñez llena de decepciones, de desilusiones, de fracasos, pero sobre todo de momentos de tristeza; tristeza al observar como mi mundo no era el mundo que yo tenía para mí. Echo la vista atrás, y ahora más que nunca me doy cuenta que yo fui como fui, y no puedo culpar a nadie por ello.
Mi infancia, mi niñez, la pasé en una familia buena, una madre trabajadora, extraordinaria, luchadora cuyo único aliciente en su vida era que a sus tres hijos no les faltara de nada. Por desgracia, mi papá, fue uno de esos tantos padres maltratadores. Su día siempre terminaba con una gran discusión, y nunca había fin.
Eran otros tiempos, lamentablemente hace 35 años la ley no daba ningún derecho a la mujer: "Sólo vuelva a casa todo se arreglará y si no hay mucha sangre no pasa nada...". Así que mi niñez fue dura, miraba a mi alrededor y no comprendía cómo alguien en este mundo se portaba así. Mi mundo no era igual.
Tocaba empezar el colegio. Se llamaba colegio Miguel Utrillo. un calvario que nunca podré olvidar. Y mmucho menos olvidar a una maestra que tuve en primero de EGB. La mayor sin vergüenza, la mujer más insensible, la profesora menos preparada y con menos empatía que alguien pueda tener. Yo soy zurdo, y ella me humilló todos los días: me obligaba a escribir con la mano derecha, me ponía delante de toda la clase en la pizarra atándome la mano izquierda, me pedía que escribiera mi nombre con la derecha delante de mis compañeros. Creo que jamás he sentido mayor humillación: pasaban los minutos y yo, petrificado, no podía y no quería darle ese gusto, no iba a amargarme a mí. Recuerdo que todos los días los pasaba en pie a su lado. Allí aprendí que la dictadura seguía presente en la mente de muchas personas. Recuerdo que un día le dije que no quería salir al patio, que era de tontos salir a jugar. Su respuesta fue: "El tonto eres tú, no sabes escribir y, además, ¡te quedarás sin patio hasta que escribas bien!
Evidentemente, ese curso me hizo repetir, supongo que, sin darme cuenta, consiguió sacar lo peor de mí.
Después descubrí la importancia de tener la suerte de encontrarme con una maestra extraordinaria. Todo cambió en mí: me hizo descubrir el mundo de la lectura, del saber, del conocimiento, mis inquietudes salieron de dentro y me empezó a gustar todo lo que tuviera que ver con la ciencia, la informática... y, en especial, con Einstein. Recuerdo que, sin apenas darme cuenta, había pasado de odiar el colegio, a verlo como algo donde encontrar sabiduría y compartir con alguien algunos temas de mi propio interés.
Esta gran maestra supo entenderme desde el primer día, me daba mi espacio, dejaba que me sentara donde más cómodo pudiera encontrarme, no hubo ningún tipo de presión, al contrario, rápidamente supo ver mis dificultades por salir delante de todos mis compañeros a la pizarra a hacer cualquier tipo de problema matemático (sumas, multiplicaciones, divisiones, et.). Seguramente no sabía de mi Asperger, pues no lo sabía ni yo, pero supo ver mis temores, mis miedos, mis fobias y, lo más importante, supo adaptar su enseñanza para que yo pudiera encajar. Recuerdo cómo a la hora del patio, mientras los demás jugaban, ella y yo hacíamos las operaciones. Rápidamente supo que no hacía falta sacarme delante de todos para comprobar si sabía o no hacerlas.
Tuve la gran suerte de tener a esa maestra el resto de EGB, todo fue más sencillo para mí y aunque siempre tuve la gran necesidad de estar sólo, de no querer compartir mucho tiempo con los compañeros de clase, por la dificultad de tener o hacer amigos, por lo menos podía tener mi sitio, jamás nadie se metió conmigo, era muy respetado y encima era el mayor de clase siempre, al haber repetido. Desconozco si mis compañeros me veían como el bicho raro, si me tenían miedo, o simplemente si hacían como si yo no estuviera. A mí ya me estaba bien, disfrutaba de mi espacio de mis momentos solo, y ellos me lo daban.
Echando la vista atrás, me doy cuenta de lo mucho que me esforcé por intentar encajar, intentar disfrutar, intentar poder estar con todos mis compañeros, y aunque guardo buenos recuerdos de muchos de ellos, lo que más recuerdo, son momentos de estar solo y pensar. Empecé a pensar a todas horas, y eso me ayudó a darme cuenta que yo era o veía las cosas de diferente manera, los pequeños detalles, aquellos que otros no percibían, en mi cabeza se quedaban para siempre. Los años pasaban, y las manías y necesidades aumentaban sin parar, ya no me preocupaba cómo me vieran los demás. Creo que en el instituto todavía era más evidente mi deseo de estar aislado. Por suerte para mí, ya no había recreo, ya no tenías que pedir permiso para hacer según qué cosas, y eso me facilitó mis días.
Recuerdo que, siendo adolescente, jugué al fútbol en el equipo de mi pueblo, Sitges, en la categoría de juveniles y, por raro que parezca, se me daba muy bien, incluso era capitán del equipo escogido por todos los componentes incluido el entrenador. Era de pocas palabras, yo, pero se ve que era respetado por todos ellos. Un punto fuerte de mi vida llegó con la muerte de mi entrenador de fútbol. Una enfermedad cruel, la leucemia, se lo llevó antes de tiempo, yo tenía 17 años y mientras sólo veía a mi equipo llorar, a su hijo llorar, yo sólo deseaba jugar el partido que teníamos ese fin de semana, no fui al hospital a verlo, todos mis compañeros fueron; yo no. Él estaba vivo aún, no tenía nada que decirle que no le hubiera dicho ya. Nunca más volví a verlo, ahí aprendí que las cosas hay que decirlas en su momento. Mientras todos lloraban en su funeral, yo estaba en mi mundo.
Está claro que dentro de mí, había rabia, dolor; echaba de menos a mi entrenador, sabía que nunca más volvería a hablar con él, pero no sabía como expresar todo ese sufrimiento de pérdida. Recuerdo que meses después, fui al cementerio a despedirme, me di cuenta que yo también sentía como el resto de mis compañeros, aunque a diferencia de ellos, a mí no me hacia falta expresarlo, o tal vez no sabía cómo hacerlo.
Ahora, con la facilidad de echar la vista atrás y sabiendo de mi asperger, me doy cuenta de la importancia que tuvo el poder, si no comprenderme, sí aceptarme como era. Aprendí a vivir a mi manera, a disfrutar de la única manera que sabía, dejando enterrados mis momentos de dolor, de tristeza, de sufrimiento por todo aquello que yo no sabía cómo controlar.
Hoy puedo decir que, gracias a mi diagnóstico, sigo trabajando más que nunca, todas mis emociones, debo esforzarme para que mis días sean lo más 'normales' posible, las cosas más sencillas, las decisiones más pequeñas, las que para los “neurotípicos” no implican ningún esfuerzo, para mí es todo un proceso de cálculos y posibles combinaciones de decisiones, que al final serán las que me causen más o menos estrés. Así que, mi esfuerzo y mi trabajo diario dará como resultado hacer la vida más sencilla a los que tengo a mi alrededor y al mismo tiempo tal vez aprender cosas nuevas.
He aprendido a perdonar a todos aquellos que sin querer o queriendo no supieron, no quisieron entenderme o se sintieron mejores humillándome, seguramente su manera de ver el mundo, de sentir el mundo, por suerte no es la misma que yo sentía y sigo sintiendo.
Abraham
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